«¿Te encuentras bien?», pensó Carles.
«Me están vigilando», respondió su compañero.
«Suelen hacerlo».
«No así».
«Me están vigilando», respondió su compañero.
«Suelen hacerlo».
«No así».
Carles, extrañado, aprovechó la conversación mental para hackear el sistema y encontrar la ubicación del compañero. Frunció el entrecejo al descubrirla fuera del mapa digital de su pulsera.
«¿Dónde estás?».
No hubo respuesta. Llevó una mano al parche traslúcido de su frente para comprobar si había algún daño. Tras la revisión volvió a colocárselo. Trabajaba para aquella compañía, una de las más poderosas del mundo, desde hacía varios años. El compañero ya estaba allí cuando llegó. Fue amable en la oficina cibernética donde se conocieron y conectaron, literalmente, enseguida. Tenían una relación cordial, pero afable, probablemente la única posible lejos de intereses para Carles. No resultaba sencillo este hecho con el limitado salario mensual.
El sonido de la alarma le recordó que debía comer. Se colocó una mascarilla antes de salir. La oscuridad se cernía sobre la ciudad, lo cual contrastaba con los carteles publicitarios digitales, de llamativos colores y eslóganes exóticos, ubicados sobre los edificios. Había muchas personas desesperadas por llegar a tiempo a sus respectivos lugares mientras otras tantas se consumían en el alcohol y las drogas. Aquella segunda vida era húmeda, deprimente y contaminada. La real, la cibernética, sin embargo, sí valía la pena.
«Ayuda...». Reconoció enseguida el pensamiento del compañero pese a las interferencias. Algo en su segunda vida estaba afectando a la que compartían. Carles no supo identificar muy bien la emoción experimentada pero estaba decidido a encontrarle.
—¡Eh, Llaves! —La voz de Puños sonó tras él—. La hamburguesería de la esquina acaba de cerrar. Vamos a asaltarla.
—Ve tú —dijo, girándose—. Hoy voy a hacer otra... —Un puñetazo interrumpió la objeción. Carles luchó por mantener el equilibrio y se llevó la mano a la nariz. ¿Estaba sangrando? El instinto de supervivencia cuando se tiene familia convertía a la gente en personas más frías, impulsivas y agresivas. Él, hábil con los cerrojos, suponía un acceso más limpio a los locales. Entendía la frustración de quien le había pegado, pero debía irse.
—No vas a interferir en mi comida. Vienes y punto —insistió.
Puños levantó la mano cerrada para dirigirla nuevamente a la cara de Carles, quien respondió con una exitosa llave de judo. Luego, salió corriendo. Entre la multitud de aspecto desgastado fue fácil perderse. Miró la pantalla de su muñeca. La batería del aparato fuera de la vivienda era de duración escasa: tendría que darse prisa. Buscó allá donde le alcanzaba la vista encontrando una moto al otro lado de la calle. Entre tantos ojos distraídos, Carles se montó y puso en marcha el vehículo rumbo al punto de localización de su compañero.
Cruzó la ciudad sorteando peatones, vehículos, contenedores de basura y otros obstáculos por zonas desconocidas para él, aunque todas tenían el mismo aspecto degradado bajo la lluvia. Se percató de que se iba reduciendo el número de personas a la vista cuanto más se acercaba al límite urbano. No le dio tiempo a preguntarse el motivo antes de que unas agentes le detuvieran. Por un momento se planteó si acudir en ayuda de su compañero en lugar de proseguir la rutina marcada, perjudicando a una familia entera con ello, era la decisión correcta. Las mujeres uniformadas le indicaron la imposibilidad de continuar en aquel sentido: la calle estaba cortada.
—No me importa —respondió neutral.
Las agentes le agarraron de la chaqueta sacándole de la moto. Luego, una de ellas le dio una patada en el vientre. Carles se retorció por la inercia del golpe. Si sufría daños graves no podría encontrar a su compañero ni regresar a tiempo al centro, así que se irguió y, con un gesto, les invitó a repetir el ataque. Al llevar a cabo la llave maestra se percató de algo extraño en aquellas agentes. El contacto con el asfalto sonó metálico: eran avatares. Las mujeres se levantaron. Carles conectó enseguida su cognición al sistema cibernético de la pulsera. Empezó a alejarse con cada paso de acercamiento de ellas. Le estaba costando hackear la base motora de aquellos seres. Le acorralaron. Carles siguió intentándolo pese a que cada vez percibía menos probabilidades.
«Joder...».
Finalmente, lo consiguió y los avatares quedaron paralizados.
«Somos autoridad. No sabes lo que estás haciendo. Estás agrediendo a dos agentes de tu género. Nuestra labor es proteger...».
Carles desconectó su cognición de las agentes. Revisó el atuendo, desvistió a una de ellas para colocarse el uniforme y cogió uno de los colgantes identificativos. Accedió al coche eléctrico-propulsor con el cual le habían alcanzado y emprendió la marcha sin cuestionar, aquella vez, su decisión.
El último punto de localización registrado le hizo llegar a un muro de acero ilimitado. No podía ver más allá. Se bajó del vehículo, observó con detenimiento el lugar en el que se hallaba y encontró una pantalla. En ella, un joven le saludaba mientras le indicaba dónde colocar el colgante acreditativo de agente de la ley. Siguió las instrucciones con el identificativo de los avatares que había robado previamente. Entonces le solicitaron un registro ocular: debía colocar su rostro frente a la pantalla con los ojos abiertos. Carles se apartó. ¿Cómo iba a conseguirlo?
Estaba barajando todas las opciones posibles cuando una puerta se abrió. Dos agentes salieron, saludándole, y él aprovechó para entrar simulando su movimiento pausado. Cruzó el umbral con cautela. Ante él apareció una realidad de apariencia programada, surrealista.
La gente caminaba despacio, como si no tuviera que mirar el reloj ni tuviera vida real como él. Lo hacían en unas calles prácticamente desiertas, iluminadas como las imágenes que se veían tras la ventana de la oficina cibernética donde conoció a su compañero. Había personas adultas con menores, sin mascarillas, comiendo sobre un suelo verde, rugoso. Unas columnas marrones, salteadas por el lugar, terminaban en una copa frondosa también verde. Apenas podía reconocer aquellos elementos. Volvió en sí y miró su reloj de muñeca: la batería iba a agotarse. Corrió en la dirección indicada por la pequeña pantalla y, cuando no supo qué camino seguir, devolvió la vista a su dispositivo: éste se había apagado.
«No puede ser...», pensó.
Carles contempló los edificios de altura media, colores claros y ventanales en perfecto estado. Por un momento estuvo confuso, ¿estaba en su segunda vida o en la primera? Entonces, lo vio. Un gran letrero mate de tonos oscuros rezaba el nombre de la empresa para la cual trabajaban. Apresuró el paso hacia allí. Las puertas se abrieron automáticamente y una chica le estaba esperando.
—Hola —empezó él—, no sé dónde estoy, pero trabajo para esta compañía. A mi compañero le ha ocurrido algo.
—Sígame, por favor.
Ambos se dirigieron a un ascensor. Éste, espacioso, les llevó a una planta iluminada por luz blanca. Había muchas personas vestidas con batas a modo de uniforme.
—Jefa, el usuario ha llegado.
—Perfecto, hazle pasar.
Carles accedió a una habitación muy extraña. Había mesas grises con artilugios que desconocía. Y camillas. En una de ellas había un hombre.
«Márchate. Huye». Era su compañero.
Un pinchazo en el cuello le dejó inconsciente.
(María Beltrán Catalán)
Comentarios
¿Dónde están los límites de la tecnología?
Todo avanza tan rápidamente, que esta situación se puede dar.
¿Qué es mejor la vida real u otra soñada, que se puede torcer?