El primer paso fuera del establecimiento le hizo sentir como un chiquillo entrando a un nuevo colegio. Alzó la vista hacia el cielo y cerró los ojos. La tibieza del sol se experimentaba de un modo distinto; la brisa, con inmensidad. La libertad siempre le había dado miedo, pero en aquella ocasión podía saborearla. Era capaz de distinguir el piar de los gorriones entre el tráfico de la ciudad, el olor a azahar entre la contaminación. Había ansiado tanto ese momento, que no supo identificar las emociones que sintió cuando le dieron el alta médica. Había superado su adicción, su abandono de sí mismo y de lo que más le importaba.
Atento y sorprendido, se dirigió al apartamento que su hermana, generosamente, había alquilado para él. En el camino observó cómo las modas, el lenguaje, las tecnologías... y tanto del mundo que había conocido ya no era lo mismo. Para él fue como ser extranjero en su propia ciudad. No hubo fiesta de bienvenida; bueno, nadie, esperando su regreso. Incluso su hermana recelaba de su recuperación, si bien eso no le impedía custodiarle como ángel de la guarda. Entró en su nuevo hogar. Todo estaba limpio y frío. Buscó un teléfono y lo halló en el dormitorio. Se había repetido aquel número cada día de internamiento. Lo marcó.
—¿Sí, dígame? —Una voz dulce y cantarina contestó a la llamada.
—Lucila, soy yo —logró decir tras una breve pausa para tomar impulso.
—¿Papá?
Aquella palabra le desvistió de su armadura. Se derrumbó como un castillo de naipes y lloró.
—Lucila, ¿quién es? —La voz de Cristina sonó a lo lejos, y se acercó rápido para coger el teléfono en cuanto vio la mirada brillante de su hija—. Te dije que no llamaras hasta que fueras capaz de estar sobrio... —le dijo con voz seria.
—Cristina, he estado en el centro de reinserción. El del folleto que Lucila me dio antes de que te la llevaras.
—Y te has vuelto a escapar.
—No, me han dado el alta. Estoy en un piso que me ha facilitado mi hermana hasta que encuentre trabajo o emprenda.
—Esto no es justo y tú tampoco lo eres.
—Solo quiero verla.
El silencio que sobrevino a su petición se le hizo eterno, pero no le importaba esperar la vida entera por volver a encontrarse con su hija.
—Si dentro de una semana sigues sobrio y nos vemos en la cafetería Flores, a las siete de la tarde, al día siguiente podrás verla. Lo siento, pero no puedo dejar que vuelvas a lastimarla.
—Allí estaré.
Una semana.
Sería difícil. Su médico le había dicho que el primer día sería el peor y que debía alejarse de relaciones pasadas, tóxicas, tentadoras. Sonaba más fácil de lo que resultaría lograrlo.
Al cabo de unos días salía de una empresa tras haber entregado su currículo y alguien le abordó. Era un hombre de apariencia anciana y débil, pero joven en edad. Le reconoció enseguida pero no quiso pronunciar su mote, ni dar pie a que se iniciara una conversación. Él, sin embargo, no opinó lo mismo.
—¿Es que no me reconoces, tío? Soy yo. Cuánto tiempo ha pasado. Mírate, pareces un pijo. ¿Dónde lo has conseguido?
—Aquí —Extrajo de su chaqueta un folleto del centro que le había ayudado en su reinserción.
—Tío, ahí te drogan. Es como una cárcel pero peor, porque te quitan incluso la voluntad.
—No, allí la recuperas.
—Yo soy libre, me levanto cuando quiero y hago lo que me da la gana.
—Yo también lo pensaba.
—Mira, aún me queda un poco de lo que tanto te gustaba.
Observó con los ojos abiertos la droga que le ofrecía. Por un momento acercó su mano para aceptarla, por un instante creyó que la necesitaba.
—¡Aparta eso de mí!
Salió corriendo.
Su hija. Su hija. Eso era lo que necesitaba.
Los días eran largos incluso en compañía, aunque su hermana intentaba darle facilidades. La gente fumaba y bebía con normalidad y eso le generaba ansiedad, desesperación. Y aún era más difícil cuando alguien le ofrecía un cigarrillo o una copa. Decir que no cuando ansiaba decir que sí. Las noches también se volvieron eternas. Hasta que, por fin, llegó la tarde en la que podría demostrarle a Cristina que podía ser un buen padre, que había regresado, que no haría daño a su pequeña.
Apenas durmió la noche anterior. Los nervios no le permitieron conciliar el sueño, pero fueron útiles para no amanecer cansado. El problema, sin embargo, era que se notaba ansioso. Se dirigió antes de la hora prevista a la cafetería, por si acaso, y se situó junto a la entrada del local. Enseguida supo que era una mala idea esperar junto al grupo de personas que salía a fumar cada cinco minutos. Si quería evitar pedirles un cigarrillo debía entrar dentro, y así lo hizo. El barman le reconoció en cuanto se acercó a la barra y le sirvió, como siempre, un whisky con hielo. Aquello le pilló desprevenido y notó el calor repentino en su rostro. Eso era demasiado. No iba a ser capaz.
—Hoy no, Mateo. Sírveme un refresco —dijo, al fin.
—¿No querías lo de siempre?
Decir que no ansiando decir que sí. Por su hija. Debía conseguirlo.
—Yo...
Era tan difícil.
—No, Mateo. Hoy quiero un refresco sin alcohol. Gracias.
Cristina llegó a la cafetería con la seguridad y sencillez con la que siempre caminaba. Los años no pasaban en ella. Temía no encontrarse con quien aún era su marido, hallarle bebiendo de nuevo aquel whisky con hielo. No le reconoció entre las personas que estaban en el exterior, así que respiró hondo y abrió la puerta. Aunque siempre había esperado esa llamada, nunca esperó que sucediera realmente. Le daba miedo creer que fuera cierto y llevarse un nuevo desengaño. Echó un vistazo sobre las mesas y la barra.
Y, entonces, lo vio.
Sentado en un taburete, de espaldas a ella, estaba su marido. Y, justo al lado, un vaso de whisky con hielo.
Autora: María Beltrán Catalán
Comentarios
¡impresionante...!
TKM
¡impresionante...!
TKM
El miedo a perder a su hija, y también el miedo a perder a los que quiere.
La vida lo atrapa en su red y parece que le está tentando siempre para que caiga, pero aguanta por su hija y lucha contra ello.
El final lo veo un poco libre, yo apuesto por que la mujer no se marcha al ver esa copa que estaba allí por error, cree en él y le deja ver a su hija.